domingo

LOS ÁNGELES NO CAEN DEL CIELO

UN CUENTO DE VIRGINIA MILLER


1 / Sopló la muerte y la encontró durmiendo. Las baldosas del baño le helaban la sien y los sueños, mientras la boca soltaba sus últimas nieblas. Las manos abrazadas a los tobillos empezaban a aflojarse y su ala restante, rota y quemada, se estiró por última vez.

2 / -¿Te das cuenta, José? Mirá toda esa eternidad ahí juntita: tan inmensa. Tan hermosa –le dijo con la mirada perdida. –Los azules, José. Los azules y el rosado del día que se va, mezclados con ese gris-tormenta. Ojalá me hubiera traído algo para pintarlo, aunque después se mojara. No puedo esperar a que se largue a llover, ¿sabés? Mirá cómo resaltan los barcos con ese blanco fosforecente, como las gaviotas. Contrastan y desafían a La Cosa. ¿No es genial?
José, con un pucho en la mano, perseguía a las hormigas que caminaban por el muro. Cuando las alcanzaba no las dejaba escapar: las torturaba de a poquito incinerándoles el lomo hasta que, en el mejor de los casos, se morían. No disfrutaba tanto del grito mudo de las víctimas como del escándalo de su novia. Cuando ella intentaba ignorar la agresión, sabiendo que su intervención iba a empeorar las cosas, él empezaba a relatar la agonía con observaciones fatales. Era su diversión más sana.
-Sos insoportable Nena, siempre hablando de la fe, del arte y de las porquerías que andás leyendo. A nadie le importan esas mierdas. Y a mí menos. Sos más linda cuando cerrás el pico, ¿sabías?
Después le agarró la cara y le dio un beso. Ella no se lo negó. Quedaron abrazados un rato sobre las hormigas muertas. Ella se fue alejando de José y de aquella rambla fría. Siguió soñando con la lluvia que todavía no aparecía y con la luna que no iba a aparecer.


3 / No hubo luna de miel. Se mudaron cerca de la barraca donde José trabajaba para poder pagar sus borracheras. A ella le importaba estar a una cuadra del mar. Pintaba y vendía sus cuadros en la plaza: de eso vivían. Pasaba el resto de su tiempo leyendo y convirtiéndose en poeta.
Fueron tres años de pura pelea con reconciliaciones cada vez menos profundas. Él pasó a enamorarse de la soledad y ella de todo lo demás. Fue ahí cuando le empezaron a crecer las alas.

4 / Al principio eran apenas unas pocas plumas blancas en la espalda. Ella había sentido la misma pesadumbre entusiasmada cuando dejó su infancia en una mancha de sangre. José se enteró una madrugada que volvió borracho y con olor a otra mujer. Ella lo abrazó con fe. Él largó una carcajada de horror.
El ángel lloró en el piso esa noche. Y las siguientes también.

5 / Las plumas fueron creciendo y aquello ya aleteaba con su propio viento. José tomaba para borrarla. Tomaba sabiendo que cuando volviera se iba a encontrar con el pajarraco. Sabiendo que iba a estar ahí en la ventana, desnuda, escribiendo o pintando. Liberándose. A él le daba terror la santidad del bicho: ya no soportaba su grandeza. A veces le pegaba, a veces ya ni eso.

6 / Tres meses después, él llegó peor que nunca. Vomitó sus últimos escombros en la basura y se enjuagó la bilis con el vino. Entonces la vio, quieta y gris y tambaleante, con los ojos quebrados de tristeza. José se despidió de La Cosa. Vació el resto del vino encima de ella, le pegó y la escupió. Encendió un cigarrillo y con la misma llama prendió la primera pluma y el primer recuerdo. El ala moría para transformarse en canto y él, escupiendo odio en su oído, empezó a hablarle desde el pozo. Empezó a rezar.
El fuego iba apagando el amor, al fin. Ella se encerró en el baño y lavó su infierno en la ducha.

7 / La bestia se estiró también, por última vez, en la cama en llamas. Borracho, se echó a morir.


Este domingo les presentamos un cuento de Virginia Miller, que actualmente tiene diecisiete años y trabajó un tiempo en el Taller Literario del Laboratorio de Artes de Leonardo Regusci (ya míticamente conocido como Jesús de Punta del Este), junto a dos poetas de su generación, Juan Andrés Kuster y Pablo Ezquerra, conocidos hace bastante tiempo por los visitantes del blog oficial de la película.

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