domingo

BITÁCORA DE LA FILMACIÓN DE JESÚS DE PUNTA DEL ESTE (II)

El texto que publicamos se titula TEILHARD DE CHARDIN y es el adelanto exclusivo para nuestros blogs del capítulo 97 del libro inédito de HUGO GIOVANETTI VIOLA, EL TALLER DE LA VIDA / CONFESIONES.

En la adaptación cinematográfica de la novela Jesús de Punta del Este, Leonardo Regusci, después de dar su último concierto acompañado por Dino en la plaza de la Torre del Vigía, va a confesarse con el padre Fidel, un viejito glaucomatoso.

El cura iba a ser interpretado por mi amigo Julio Frade, pero las exigencias horarias de nuestros ensayos-talleres me obligaron a aceptar el papel a mí y terminar de narrar algunos tramos del guión en forma actoral. O más bien: reescribirlo frente a las cámaras. Y en un momento me achicó tanto el vértigo que llegué a renunciar a rajatabla, pero pudo más la fe que me tuvieron Állvaro Moure Clouzet, Martín Pitu Ferreyra y la actriz Cristina Velázquez, que colaboró brillantemente en la dirección de algunas escenas, y a la cancha la celeste, como nos arengan Jaime Roos y Raúl Castro en nuestro himno-candombe.

Jorge Presentado, el pródigo párroco de San José de la Montaña nos puso a disposición la parroquia de Havre, y un domingo plateado invadimos la sacristía entre la misa del mediodía y la misa de las seis.

Flor de Lis Yarte, nuestra maquilladora, demoró diez minutos en hacerme irradiar ochenta años y usé el bastón del hermano Manuel y unos lentes culo-de-botella que pertenecieron a la guapísima abuela materna de Rosina, doña Josefa Tambasco de Pastorino, porque quería no ver. Y en cierto momento el cura se siente el Gran Inquisidor de Dostoievski obligado a juzgar al mismísimo arquetipo contemporáneo del Hombre Nuevo y se escapa a buscar grapamiel a un cuarto-biblioteca donde se desahoga un poco con el seminarista Pablo Cossio, que junto con el Negro Piedra y Diego Mongrell fue otro de los que se representó a sí mismo en la película.

Y allí pasó algo decisivo en la búsqueda de nuestra dimensión pleromática. Cuando el cura, por orgullo, no pide ayuda para agarrar la botella que guarda en la biblioteca, tira unos cuantos libros al suelo y se desespera y entonces yo, el guionista, detecté el ejemplar del Teilhard de Chardin de N.M. Wildiers que me prestó el padre Fidel Gil en el 93 y sentí que era imperioso repasarlo porque aquella concepción de la evolución crística de las moléculas y las células provenientes de estrellas despedazadas hasta desembocar en el culmen de la superhumanidad era una imprescindible Fonte de purificación para enfrentarse a nuestro desafío.

Y no me equivoqué. En el último retiro que hicimos en el cuarto piso del Nogaró, Juan Comesaña, el psiquiatra freudiano con cojones intelectuales dignos de su maestro, ya había conseguido y fotocopiado militantemente Lo que yo creo, una colección de ensayos juveniles del asombroso jesuita recuperador del espiralamiento ascendente de la materia a costo de una excomunión que enseguida anuló el Concilio Vaticano II, y la lectura colectiva del artículo Nota sobre los modos de acción de Dios en el universo nos conectó con el invencible estrellerío que impregna el aura de la península, por más taedium vitae y neurosis noósica que pretendan vendernos los esbirros del capitalismo salvaje, sea cual sea su disfraz oportunista.

El primer domingo que filmamos en la parroquia de Havre, además, pudimos enriquecer la dulce esgrima dialogal que rebrilla entre Leonardo Regusci y un sacerdote capaz de captar el inminente viaje hacia la cruz del hombre-muchacho de veinticinco años y absolverlo sin dejarse tentar por la astucia del sentido común fariseico que tantas veces confundimos con la sabiduría. Vale decir: sin tratar de convencerlo de que no dé la vida para que la Mujer Alma de la Humanidad deje de prostituirse.

Y cuando Leonardo Regusci y el padre Fidel se despiden en la puerta de la sacristía nos trenzamos casi hasta la exasperación a propósito de una diferencia personal que tenemos con Willy y le dejamos la resolución abierta al espectador-lector, aunque yo me avivé quedándome con la última palabra.

Cuidate, que somos pocos, no tiene más remedio que recomendarle protocolarmente el padre Fidel al cantante-profeta.

Muy pocos, lo corrige el hombre-muchacho de rastas color miel y se larga a chuequear entre las primeras gotas de la tarde plateada.

Y entonces ya no me sentí el padre Fidel y me acogotó la terrible responsabilidad de no resignarme a aceptar en público ningún resquicio de desesperanza demasiado vinculable al Eclesiastés o a Onetti y aullé:

Muy pocos no. Pocos. Bastantes.

Y la verdad de mi corazón es que nací sabiendo que siempre seremos bastantes y suficientes los decididos a recuperar nuestra reverberación originaria.

HUGO GIOVANETTI VIOLA

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